Yo nací en una casa de lo más multicolor. Y no me estoy refiriendo a las paredes, esas eran blancas como cualquier otra casa de Puerto Cabello en los setenta.
Mi casa es multicolor por dentro. Y es que mi mamá es de piel tan clara que sus hermanos la bautizaron “rana platanera”. Y mi papá era de un trigueño agresivo con bigote de charro, sonrisa de Gardel y cabello ensortijado, estirado a plano a pura brillantina. La vejez lo ha desteñido a mi papá. Como si la melanina se acabara con el tiempo. Como si los años fueran de lejía.
De esa mezcla emulsionada salimos nosotros, cinco hermanos de lo más variopintos. Mi hermano mayor, vaya uno a saber por qué, parece árabe, ojos penetrantes, nariz aguileña, frente amplia y cabello rizado (cuando existía, pues ahora ostenta una calvicie de lo más atractiva) Le sigue una hermana preciosa, nariz perfilada, pecas, unos ojos inmensos, sonrisa como mandada hacer. Castaña claro y cabello ceniza, se ayuda con Kolestone, vamos a estar claros, pero le queda de un bien que parece que hubiera nacido así. Al tercero, extrañamente, le decían “el catire”. Nunca entendí por qué, con ese cabello de pinchos rebeldes que crece hacia arriba, eso sí, tan “rana platanera” como mi madre. Yo soy trigueña, como mi padre y mi nariz que delata algún ancestro africano por ahí. Y mi hermana menor es pecosa y achinada, como si en algún momento los genes se hubieran vuelto locos y por generación espontánea hubiesen creado una sucursal asiática en la casa.
Así, los almuerzos en mi casa parecían más una convención de las Naciones Unidas que otra cosa. Claro que, jamás yo me dí cuenta de eso.
Para mí eran almuerzos y punto. Con el olor inenarrable de las caraotas negras de mi mamá y las tajadas de plátano frito que se hacían por kilos.
De chiquita nunca entendí por qué en el colegio de monjas un día una compañera me preguntó si mi papá era el chofer. Tampoco nunca supe por qué una noche no lo habían dejado entrar a un local nocturno muy de moda en los 80. Yo jamás me fijé en los colores de mi familia. Mi papá, mi mamá y mis hermanos siempre fueron eso: mi papá, mi mamá y mis hermanos.
Cuando yo era chiquita, pensaba que los colores los tenían las cosas, no
Así las cosas, comenzó en mi adolescencia una especie de fascinación por aquel lo de “los colores de la gente” “las etnias” las razas” y los asuntos que parecían importar tanto a
Yo, buscando vivencias reales y con lo enamoradiza que soy, tuve novios marrones, rosados, amarillos y hasta uno medio verdoso. Me casé con un italiano y tuve una hija que parece una actriz de Zefirelli. Y finalmente, me enamoré hasta los huesos de un marrón y me casé con él. Un marrón de esos que la gente llama negros.
Una tía abuela me dijo cuando me casé: “ni se te ocurra tener hijos con ese hombre, porque te van a salir negritos”. A mí no me cabía en la cabeza que a estas alturas de la historia universal alguien pudiera hacer un comentario como ese, pero mi tía tiene 84 años, y uno, a la gente de 84 años, le perdona todo. Hasta el racismo.
Como soy bien terca, salí embarazada de mi esposo marrón. El embarazo fue una montaña rusa total, así que cuando nació mi hijo sano con diez deditos en las manos y diez en los pies, un par de ojos, orejas, nariz, boca y gritos, yo estallaba de felicidad. Y cuando uno estalla de felicidad uno no escucha nada.
Pero resulta que han pasado cinco meses y aunque sigo felicísima, se me ha pasado
Y, la verdad, lo confieso a riesgo de quedar como una madre desnaturalizada,
Entonces no me pareció que fuese tan importante saberse el color del hijo. Yo me sabía la fecha de su primera sonrisa. Me sabía cuando le pusieron la triple, la fecha de su primera papilla. Sabía que tenía tres tipos de llanto, uno de hambre, uno de sueño, uno de ñoñera. Sabía que por las noches le gustaba quedarse dormida en mi pecho. Cosas, pues, intrascendentes. Igual ahora con mi bebé, ya me sé sus ojos de memoria, por ejemplo, a veces están a media asta y es que tiene sueño, pero lucha porque no quiere perderse nada, me sé sus saltos cuando quiere que lo cargue, la temperatura de su piel, el olor de su nuca.
Pero el domingo pasado, me encontré con una ex compañera que no veía desde mi preñes, y ¡¡¡¡zaz!!!! Me largó la pregunta “¿ya nació tu bebé? ¿y de qué color es?” Me agarró desprevenida y no supe qué responderle, pero me prometí a mí misma averiguarlo, porque si a tanta gente le interesa el dato, debe ser que es algo vital yo de mala madre, no he prestado atención a la epidermis de mis críos.
Así que, ante tanta curiosidad de la gente, me he puesto a detallar los colores de mi hijo. Y resulta que mi bebé es un camaleón, Sí, de verdad, cambia de colores. A las 5,30hs. de la mañana, cuando se despierta pidiendo comida es como rojo. Un rojo furioso y candelero.
Después se pone rosadito. Se ríe anaranjado. A veces pasa el día verde manzana. Y me provoca darle mordiscos por todos lados.
Cuando lo baño y chapotea con el agua, se vuelve plateado. Una cosa increíble. Cuando se le cierran los ojitos de sueño es amarillo pollito y provoca acunarlo y meterlo bajo las dos alas, acurrucadito.
Finalmente se duerme. Y, lo juro por Dios, se pone azul. Y brilla en la oscuridad.
Ese es mi hijo. Multicolor. Sé que va a ser un poco difícil llenarle la planilla del pasaporte, o contestarle a las ex compañeras de colegio cuando me pregunten de qué color es mi hijo. Pero es lo que hay. Lo juro. Mi hijo es color arco iris.
No hay comentarios:
Publicar un comentario