“Sin salir de casa, se puede conocer el mundo” Tao
Te Ching – Lao Tse
Juan Pedro nació en Argentina, en el barrio de Barracas. Come choripán,
patea en el potrero con los pibes, juega
a las figus y a las bolitas. En la escuela
le pusieron un sobrenombre. El Chino, le dicen. No fueron muy originales porque
Juan Pedro es chino. Es un chino argentino. Su papá y su mamá vinieron directamente de Hong Kong y Juan Pedro nació
entre los músicos callejeros que
tocan tango en el empedrado los domingos, los bolivianos que cocinan pollo
frito a toda hora y las peruanas que venden bombachas de todos los
colores.
Pero el año pasado vino de la China no un chino mandarín como dice la
canción, sino la abuela de Juan Pedro ,que se horrorizó al comprobar que la
palabra más próxima a China que pronunciaba su nieto era chin…chulín y decidió
armarle una colección de secretos chinos para sentirse cerca aunque esté tan lejos.
Semejante colección y semejantes secretos sólo podían estar bien
guardados en unas cajas chinas,cajitas chinas decoradas con imágenes de
dragones y perros de Fo y muchos colores en hilos de seda brillantes.
Para conocer el
secreto de la cocina china, en una cajita la abuela guardó un grano de arroz.
Para conocer el
secreto del arte chino, un pedacito de finísimo papel con una mancha de tinta
china en él.
Para conocer el
secreto de las aguas, una escama de pez Koi.
Para conocer el
secreto de los bosques, una hojita de bambú.
Para conocer el
secreto de las mujeres, un tira de fina seda.
Había algo
especial en esas cajas chinas. Tal vez una magia oculta. Tal vez la fuerza del
secreto. Tal vez el amor de la abuela, pero
cuando Juan Pedro abría las cajas, se escuchaba el susurro del viento entre
las cañas de bambú, o el glu glu del agua corriendo sobre las rocas del río.
-Un pedacito de
China en Barracas.
-¿Cómo es eso?,
le dijo Keyla Serrudo, su mejor amiga, su compañera de banco.
-No hace falta todo el mar, podés cerrar los ojos y una sola gota en tu
lengua se sentirá como el mar entero.
Keyla se quedó pensando que eso era ser
chino bien chino, con el gusto por lo pequeño, lo diminuto, lo concentrado,
y aceptó la invitación de Juan Pedro.
Al día siguiente
cuando salieron de la escuela, se fueron a la parte trasera del negocio.
Mientras sus padres trabajaban adelante, Yun
en la caja y Reynaldo en la verdulería, ellos se sentaron frente a frente. Juan
Pedro le cubrió los ojos a Keyla con un pañuelo de seda, y abrió una cajita que
tenía el secreto de la ceremonia del
té. Sólo con la proximidad de un pétalo de jazmín, Keyla sintió la intensidad
de una taza de fina porcelana pintada con pintura dorada que humeaba
frente a su pequeña nariz. Después fue el
turno de ella. Le cubrió con delicadeza los ojos a Juan Pedro, con el mismo
pañuelo de seda y se sentó frente a él. Abrió uno a uno todos los
paquetitos que había llevado, envueltos en telas de fuertes colores. Sacó primero una piedra que tenía el secreto que
el viento le cuenta a la montaña; un trozo de sal que hace muchísimos
años fue el fondo del mar; el vellón de una llama; una hoja de coca. Y viajaron
por Bolivia y por China, desde Barracas. Después
satisfechos, se acostaron panza arriba a ver un pedacito de cielo que se colaba
por un agujero en el techo de chapa. Juan Pedro dijo:
-El mundo cabe
en un pañuelo, ¿no Keyla?
-O en una caja,
respondió ella.
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